Me levanté
temprano. Al mirar por la ventana pude ver grandes nubes grises que amenazaban
con dejar caer su contenido frío y estrepitoso sobre nuestra tierra, nuestras
casas, nuestros cuerpos entumecidos. Con la falta de ánimo que me acompaña
desde hace algún tiempo, procedí a realizar todo aquello que a la mayoría de
las personas les parece tan fácil, tan
cotidiano, desde despertar hasta salir de casa a hacer lo que se debe hacer.
Algo que no me agrada mucho hacer hoy, es mirarme al espejo. Frente a él está una mujer envejecida, con
los hombros caídos, la mirada opaca. La mujer tiene arrugas, arrugas que antes
no tenía o que quizás no quería ver. Arrugas en la frente, ¿será que siempre
andaba con el ceño fruncido, molesta con alguien, o por algo, o quizás era la
forma de exteriorizar su rabia y
frustración por lo que quiso ser o hacer y no logró? Arrugas en los párpados,
¿años de noches en vela, tratando de mantenerse despierta mientras otros
dormían plácidamente, o es que las lágrimas resecan la piel? Arrugas alrededor
de los labios ¿será por el gesto aquél de reprimir la lengua que quiere dar vida a
los pensamientos escondidos, tan temerosos como sedientos por salir de esa boca apretada y resignada al silencio siempre? Miro de
soslayo a la mujer del espejo. Temo mirarla directamente, siento pudor,
siento que invado su intimidad. ¿Quién soy yo para detenerme frente a ella y
juzgar su apariencia? Acaso no tuvo la
piel suave como la de un bebé y su cabello fue negro como la noche y abundante
como las estrellas en el cielo del desierto. Acaso no tuvo ella la mirada llena
de luz y esperanza cuando jugaba a ser mamá. ¿Quién soy yo para no ver más allá
de la figura que exhala el espejo? Ella
cambió su vientre, alguna vez plano y terso, por la sensación de manitos y pies
golpeándola por dentro, cambió sus
pechos pequeños y firmes por fuentes de vida. Sus brazos hoy flácidos y huesudos fueron dos vigas de acero que nunca se cansaron de mecer, abrazar, recoger,
y ordenar. ¿Porqué tendrá encorvada su espalda? No quiero mirar mucho, siento
que es una impertinencia, pero la curiosidad me invade lo mismo que un extraño
temor. Imagino que ha cargado el peso de la tristeza no sólo de su vida, sino
que también la de aquellos a los cuales
ama. Siento deseos de ayudarla, de hablarle, de decirle que cualquiera
sea el motivo de la tristeza que invade su rostro, puede contar conmigo, aunque no nos conozcamos ¿o debería decir
“reconozcamos”?. Pobre mujer, hay algo raro en ella, no sé, pero me recuerda a
alguien y como no me atrevo a mirarla directamente, me resulta difícil
reconocerla, eso sí, lleva unos aros iguales a los míos…