miércoles, 4 de septiembre de 2013

Los Aros

Me levanté temprano. Al mirar por la ventana pude ver grandes nubes grises que amenazaban con dejar caer su contenido frío y estrepitoso sobre nuestra tierra, nuestras casas, nuestros cuerpos entumecidos. Con la falta de ánimo que me acompaña desde hace algún tiempo, procedí a realizar todo aquello que a la mayoría de las  personas les parece tan fácil, tan cotidiano, desde despertar hasta salir de casa a hacer lo que se debe hacer. Algo que no me agrada mucho hacer hoy, es mirarme al espejo.  Frente a él está una mujer envejecida, con los hombros caídos, la mirada opaca. La mujer tiene arrugas, arrugas que antes no tenía o que quizás no quería ver. Arrugas en la frente, ¿será que siempre andaba con el ceño fruncido, molesta con alguien, o por algo, o quizás era la forma de exteriorizar  su rabia y frustración por lo que quiso ser o hacer y no logró? Arrugas en los párpados, ¿años de noches en vela, tratando de mantenerse despierta mientras otros dormían plácidamente, o es que las lágrimas resecan la piel? Arrugas alrededor de los labios ¿será por el gesto aquél  de reprimir la lengua que quiere dar vida a los pensamientos escondidos, tan temerosos como sedientos por  salir de esa boca apretada  y resignada al silencio siempre? Miro de soslayo  a la mujer del espejo.  Temo mirarla directamente, siento pudor, siento que invado su intimidad. ¿Quién soy yo para detenerme frente a ella y juzgar su apariencia?  Acaso no tuvo la piel suave como la de un bebé y su cabello fue negro como la noche y abundante como las estrellas en el cielo del desierto. Acaso no tuvo ella la mirada llena de luz y esperanza cuando jugaba a ser mamá. ¿Quién soy yo para no ver más allá de la figura que exhala el espejo?  Ella cambió su vientre, alguna vez plano y terso, por la sensación de manitos y pies golpeándola  por dentro, cambió sus pechos pequeños y firmes por fuentes de vida. Sus brazos hoy flácidos y  huesudos fueron dos  vigas de acero que  nunca se cansaron de mecer, abrazar, recoger, y ordenar. ¿Porqué tendrá encorvada su espalda? No quiero mirar mucho, siento que es una impertinencia, pero la curiosidad me invade lo mismo que un extraño temor. Imagino que ha cargado el peso de la tristeza no sólo de su vida, sino que también la de aquellos a los cuales  ama. Siento deseos de ayudarla, de hablarle, de decirle que cualquiera sea el motivo de la tristeza que invade su rostro, puede contar conmigo,  aunque no nos conozcamos ¿o debería decir “reconozcamos”?. Pobre mujer, hay algo raro en ella, no sé, pero me recuerda a alguien y como no me atrevo a mirarla directamente, me resulta difícil reconocerla, eso sí, lleva unos aros iguales a los míos…